Argentina es un país deprimido. Y esta condición afecta nuestras capacidades, nuestros modos de relacionarnos unos con otros y nuestras aspiraciones y deseos. Sin embargo en los diarios, en los portales, en las redes sociales y en los canales de televisión no hablamos de otra cosa más que de las tasas de interés, del valor del dólar, del riesgo país o la inflación, como si en los ateneos médicos únicamente se hablara de la fiebre o el sarpullido del paciente, sin tratar de arrimar una idea superadora sobre las causas que llevaron a esos síntomas. Y lo peor es que así viene siendo al menos desde que los que hoy somos adultos éramos chicos.
Es hora de reconocer lo que nos pasa, estar convencidos de que queremos alcanzar el bienestar de toda nuestra comunidad (tal cual lo prescribe desde hace más de ciento cincuenta años el preámbulo nacional) y ponernos de acuerdo en cuestiones básicas sobre cómo alcanzarlo. De eso se trata la política pública y eso es lo que debemos discutir en la próxima campaña electoral.
La depresión es una condición que no aparece de un día para otro. Se va instalando de manera insidiosa. Si miramos para atrás en nuestra historia y en nuestro presente, nos vamos a dar cuenta de que parecemos atrapados en un laberinto sin salida que fue horadando nuestras expectativas y nuestro ánimo colectivo. En nuestro país hoy arrecia la desesperanza y también la incomprensión. Ni siquiera podemos darnos cuenta bien por qué, una vez más, terminamos así de mal ni por dónde empezar a curarnos de este espanto. Definitivamente, debemos estar de acuerdo como sociedad en qué nos pasa y ponernos de acuerdo hacia dónde queremos ir. Y dar los pasos en esa dirección, uno por uno.
Sobre lo urgente, no es demasiado difícil darnos cuenta de que una de las prioridades que tenemos para abordar en nuestro país enfermo es garantizar que todas las personas se alimenten. En Argentina -increíblemente- cada vez más personas, sobre todo niñas y niños, pasan hambre, y muchas otras están malnutridas. Esto es, además de una inmoralidad, una hipoteca social de cara al futuro. No hay manera de que una sociedad se desarrolle si quienes la componen no tienen satisfechas las necesidades más básicas. Debemos de manera urgente acabar con el hambre. ¿Cuánto tiempo estaríamos sin ocuparnos si esto pasara con alguien de nuestra familia? En un país que produce alimentos para diez veces el tamaño de su población, que haya quienes no puedan alimentarse evidentemente no es un problema de escasez, sino de mala organización y de distribución escandalosamente desigual. Esto es un tema demasiado trascendente que no puede depender de la volatilidad de los precios internacionales, ni de los mezquinos vaivenes electorales, ni estar sujeto a la política económica de un gobierno en particular. Debe ser un principio de nuestra democracia.
La elaboración y ejecución de un plan urgente y responsable para acabar de una vez por todas con el hambre no puede ser imposible de realizar entre todos. Y pensemos esto también: como cualquier desafío importante y complejo, si lográramos ganar esta primera gran batalla, vamos a alcanzar el valor y la autoestima social que necesitamos para nuevos propósitos y nuevas metas.
A la vez debemos ponernos de acuerdo sobre cómo encauzar un proyecto de verdadero desarrollo sustentable y equitativo. Para esto, debemos partir por reconocer lo que somos: no tenemos un país rico por el solo hecho de “haber sido bendecidos con abundantes recursos naturales”. Puede resultarnos tranquilizador pensar que estamos condenados al éxito o que nuestras frustraciones son consecuencia de “los enemigos” que no quieren que nos vaya bien. Pero no es así. Esta decisión de desarrollarnos depende de nosotros. De todos. La riqueza de un país está en la capacidad de aprovechar y potenciar a sus hombres y sus mujeres, que son quienes pueden generar conocimiento, ideas, valor agregado a los bienes primarios.
Debemos priorizar los cerebros en desarrollo, fortalecer el sistema educativo y universitario, promover la ciencia y la tecnología. Todavía algunos creen que en momentos de crisis se debe restringir la inversión en lo intangible; pero, en verdad, son los tiempos en los que más se requiere promover un ecosistema del conocimiento y la innovación, ya que son estas áreas las que crean más trabajo y oportunidades.
Es indispensable revisar y fortalecer el sistema educativo, pero además tenemos que entender que -aunque tuviéramos la mejor educación del mundo- si nuestros niños y niñas no están bien nutridos, no podrán aprovechar al máximo las oportunidades que podamos ofrecerles. Además debemos robustecer el sistema de salud pública, comenzando por reestablecer su rango ministerial. La salud no es solo la lucha contra las enfermedades, es también la prevención y la posibilidad de asegurar el mayor bienestar posible para trabajar, para aprender, para desarrollarnos plenamente. Asimismo, es imperativo darle a la ciencia, la tecnología y la innovación el valor de ser la herramienta que le permitirá a nuestra economía crecer exponencialmente. Debe ser una prioridad del Estado, quien es además responsable de vincular el sistema científico con las empresas y la producción a través de instituciones intermedias modernas.
La inversión conjunta y sostenida en estas áreas nos va a permitir abordar los desafíos de nuestro país con estrategias a largo plazo. Y -otra vez- no estamos hablando de problemas presupuestarios sino de prioridades.
Expertos argentinos sostienen que con solo el 1% de lo que se tomó de deuda en estos últimos años, bastaría para iniciar un proceso de inversión científico, tecnológico y de innovación a largo plazo.
El progreso y el desarrollo futuro no son inevitables. Son el resultado, en gran parte, de las decisiones que tomemos en el presente. Y esas decisiones debemos discutirlas, acordarlas, sostenerlas en el tiempo. No podemos seguir a los banquinazos y pasar en unos años de la revolución bolivariana a las decisiones dictadas por Washington. Así, no hay plan de desarrollo de largo aliento que aguante.
Pero, ¿por qué será que no lo hicimos hasta ahora? Quizá porque la “dirigencia” no habla de estos temas que deberían ser prioritarios porque siempre es más conveniente para el puñadito de tiempo por venir hablar de los síntomas que de sus causas. También porque es más rendidor para ganar las elecciones atacar al otro, profundizar las distancias y no los acuerdos.
Debemos -y deben- comprender que la grieta puede servir para ganar una elección, pero conspira contra la posibilidad de lograr un plan estratégico para nuestra Nación. Los ciclos electorales van y vienen. Pero si ese objetivo está claro, los gobernantes se vuelven actores para lograrlo. La grieta nos hace menos inteligentes y más pobres. ¿Qué partido o sector puede no querer acabar con la inmoralidad que significa que gran parte de nuestros niños tengan algún tipo de malnutrición y que nuestros adolescentes vivan en la pobreza, expuestos a peligros y sin acceso a educación y salud de calidad? ¿Qué candidato no quisiera alcanzar el desarrollo de su patria? Sin embargo, no logramos acordar ni siquiera eso. Y cada día que pasa, estamos hiriendo más y más el presente e hipotecando más y más el futuro. Si escucharan, les pediría a los principales dirigentes que dejen de pelearse entre ellos, que esta grieta nos está enfermando cada vez más.
Es nuestra responsabilidad como ciudadanos exigir a los candidatos el compromiso de trabajar por el desarrollo en nuestro país en serio. La política es fundamental, debemos revalorizarla como la gran herramienta de transformación social que puede ser. Acabar con las desigualdades y desarrollarnos debe ser nuestro propósito común, el que nos motive como sociedad, nos quite la desesperanza y nos una como Nación. Necesitamos una convicción patriótica que impulse el plan para alcanzarlo. Que en este 2019 esa sea nuestra más importante elección.