Los discursos en los estrados y en los estudios de televisión sobre el apoyo a la ciencia muchas veces se tornan, lamentablemente, sacos vacíos, lugares comunes, verso puro o mitos urbanos. Por supuesto que en cualquier caso (con la homologación de propagandistas y consultores de marketing electoral) quienes lo dicen saben que se trata de palabras políticamente correctas, aspiracionales, inocuas.
Se equivocan quienes sostienen que para invertir en ciencia, tecnología e innovación, primero hay que ser un país con crecimiento económico y destinar recursos recién cuando haya excedente para esos lujos, esperando el “derrame”. Los países que son potencias en el mundo no invierten en ciencia y tecnología porque les sobra el dinero y el tiempo y les faltan desafíos importantes. Lo hacen para ser desarrollados y más igualitarios.
Debemos desterrar de una vez por todas estas posturas que nos anclan en el cinismo de pensar que en Argentina solo estamos destinados a la supervivencia o, mucho peor, como lo refirió uno de nuestros más lúcidos historiadores, a una larga agonía. Nehru, el arquitecto de la India moderna, sostenía que la India era un país demasiado pobre como para darse el lujo de no promover la investigación científica y el desarrollo tecnológico.
Gobernar es priorizar y, en este sentido, más que intenciones, de la política se esperan prioridades, reglas e instituciones que construyan una hoja de ruta de largo plazo. Debemos priorizar la vinculación de la ciencia y la técnica al trabajo para mejorar la productividad y de esta manera lograr las condiciones que permitan una movilidad social ascendente a millones de argentinos. ¿Cuál es la otra opción? Además, esta estrategia nos correría del estado de vulnerabilidad en el que se encuentra gran parte nuestra economía que justamente expone a los más pobres a mayores riesgos.
La ciencia, la tecnología y la innovación han sido desde hace tiempo los motores del crecimiento económico y del desarrollo humano en todos los países del mundo. Las naciones que más han crecido en las últimas décadas son aquellas que han logrado traducir desarrollo científico y tecnológico en éxitos económicos. Una sociedad que promueve el conocimiento se basa en la aplicación intensiva del saber en todos los órdenes de la vida social y productiva, y reconoce a las ideas y a los trabajos de las personas como el principal valor para el desarrollo socioeconómico. Por solo nombrar algunos ejemplos, Corea del Sur, Israel o Australia hoy cuentan con ingresos per cápita altos y mayores índices de bienestar gracias a sus inversiones en investigación, desarrollo e innovación (I+D+i) y en salud y educación de calidad. Por el contrario, la dependencia en conocimiento, ciencia y tecnología produce dependencia económica, política y cultural.
Es cierto que las necesidades de nuestro país exceden (y han excedido históricamente) las posibilidades de nuestro aparato productivo. Por eso, para que nuestra economía crezca hay que producir más valor agregado y ser grandes exportadores a través de la generación de conocimiento que pueda elevar la productividad de los sectores públicos y privados.
Imagino que todos estamos de acuerdo con este objetivo. Lo que necesitamos ahora es tender puentes entre los institutos de investigación, los laboratorios, la academia y el sector productivo. Según el reconocido investigador Fernando Stefani, con solo un 1% de la deuda externa que se tomó recientemente, bastaría para iniciar un proceso de inversión a largo plazo. El desafío es asegurar que, aun en momentos de retraimiento económico, la ciencia y la tecnología contribuyan al crecimiento sustentable y a la mejora de la calidad de vida de toda la población.
Si bien la inversión del Estado tiene que incrementarse progresivamente hasta alcanzar las tasas necesarias (tal como había sido uno de los compromisos de campaña del actual gobierno) para equipararnos con las economías basadas en el conocimiento, el gasto público no puede ser la única fuente de inversión en I+D+i. Debe complementarse además con la inversión privada. Para ello, es necesario que se creen las condiciones, regulaciones e incentivos adecuados. Y que los empresarios inviertan.
Nadie -investigadores, académicos, políticos, sociedad en general- ignora el contexto económico y social en el que vivimos. Pero tampoco debemos dejar de insistir todos los días que la inversión en conocimiento es la base para plantear el verdadero crecimiento económico y social que necesitamos y para proveer al país de la fuerza intelectual, cultural y tecnológica necesaria para enfrentar los desafíos del presente y del futuro. Este es el camino, siempre y cuando sea una política sostenida en el tiempo, que no se trate de eslóganes chapuceros. Por eso debemos estar atentos: en los próximos meses habrá promesas y hasta quizá también algunas realidades de fomento. Pero no debemos equivocarnos, porque si es así nos enfrentaremos otra vez a espasmos y a cantos de sirenas. Para evitar esto es imprescindible una inversión transparente, sostenida y a largo plazo. Necesitamos construir consensos sociales que trasciendan los períodos presidenciales. Es la manera de romper los ciclos viciosos de crisis y “veranitos” económicos.
La Argentina carece de un proyecto sustentable e igualitario de crecimiento. No podemos resignarnos a pensar que el único objetivo al que podemos aspirar como país sea sobrevivir. Debemos modificar nuestros esquemas mentales que nos impiden trabajar colectivamente con consensos y mirando el largo plazo. Nuestro propósito debe ser reconciliarnos como sociedad detrás de un gran objetivo: construir un país digno para todos y, por supuesto, desterrar definitivamente el vergonzoso 33% de pobreza a través del trabajo, la educación y el fortalecimiento de las instituciones de la República. Sin ciencia, no hay presente ni hay futuro. Y el momento de actuar es ahora.