Nuestra mente hace asociaciones automáticas e ignora información contradictoria porque en un momento de la evolución esta característica ha sido funcional para la supervivencia. Nuestros ancestros vivían en pequeños grupos muy homogéneos, que eran amenazados por grupos externos. Poder tomar decisiones sociales rápidas se convirtió en una estrategia adaptativa en vistas a proteger al propio grupo. Desde entonces, nuestro cerebro evolucionó para hacer juicios sociales rápidos basados en características aisladas. Hoy vivimos en un entorno social completamente diferente, donde la heterogeneidad y la multiculturalidad son altamente positivas para las comunidades. Sin embargo, en muchas circunstancias, nuestro cerebro sigue funcionando como hace millones de años. Es entonces cuando actúa el prejuicio, que puede definirse como actitudes, emociones o conductas negativas que se dirigen hacia integrantes de un grupo por el hecho de pertenecer al mismo.
Décadas de investigación en diversos campos, incluyendo la psicología, la economía, la sociología y las neurociencias, brindan datos que nos permiten reflexionar sobre la naturaleza del prejuicio. De manera cada vez más contundente observamos que no se trata necesariamente de un proceso racional que emerge de la hostilidad. En cambio, el prejuicio suele ser implícito, es decir, involuntario, no-intencional, y, en cierta medida, incontrolable. En este sentido, se diferencia el prejuicio implícito de las actitudes prejuiciosas que se sostienen de manera explícita y consciente porque mientras que estas se vinculan con la actividad de áreas que procesan el juicio y el pensamiento abstracto como la corteza prefrontal, el prejuicio implícito se asocia con la activación de regiones emocionales del cerebro.
Diversas investigaciones sugieren que el prejuicio y los estereotipos operan como una red de asociaciones cognitivas. Esto significa que, a lo largo de nuestra vida, hemos ido formando asociaciones entre conceptos y evaluaciones negativas o positivas. Y, por supuesto, actuamos en función de ellas. Impacta entonces en nuestra vida cotidiana, en cómo nos comportamos con los demás. Los podemos observar en los procesos de selección de personal, en la conducta del voto, e incluso en la práctica de la medicina. Un paradigma ampliamente utilizado en estas investigaciones se llama Test de Asociación Implícita que permite medir la fuerza de las asociaciones a través de cuantificar el tiempo que tardamos en hacerlas. Cuando las asociaciones son fuertes, resulta más fácil y rápido conectar los conceptos. Este test cuenta con una página web para poder relevar datos de personas de todo el mundo. Así, los investigadores continúan recolectando información sobre cómo opera el prejuicio en relación con diferentes cuestiones, raciales, de género, orientación sexual, nacionalidad, edad, entre otras.
Las investigaciones han mostrado que el prejuicio implícito puede ser reducido e, incluso, revertido mediante cambios adecuados en el entorno social. Por ejemplo, el contacto positivo con personas de otros grupos sociales puede reducir las actitudes prejuiciosas. La reconceptualización del prejuicio debe considerar estas estrategias que operen sobre toda la sociedad porque el prejuicio no es una propiedad de unas pocas personas malintencionadas, sino que involucra la arquitectura cognitiva y la dinámica de las relaciones sociales.
Una acción admirable y ejemplar es la que lleva adelante el músico y director de orquesta argentino Daniel Barenboim a través del proyecto que ideó en 1999 junto con el intelectual palestino Edward Said: la Orquesta West-Eastern Divan, que reúne a músicos de todo el mundo pero que, especialmente, conforma un espacio de trabajo colectivo entre profesionales de la música israelíes y árabes. Promueve así el encuentro a través de la música el respeto mutuo, el diálogo, la reflexión y el conocimiento de las culturas y, por ende, la paz.