Sobre el mito de los primeros 1000 días

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Clarín
Los mitos tienen que ver menos con la evidencia científica y más con los relatos tradicionales que, en muchas ocasiones, son protagonizados por seres sobrenaturales. Estas narrativas permiten a las sociedades abordar preguntas que aún no hallan respuestas verificables. Ahora bien, ¿qué pasa cuando se difunden mitos sobre cuestiones fundamentales que sí cuentan con respuestas científicas?

Las interpretaciones inadecuadas de los resultados de algunas investigaciones han llevado a popularizar la idea errónea de que los primeros dos o tres años de vida de un niño o una niña son tan determinantes para su desarrollo futuro, que pasado ese período hay poco o nada por hacer para el logro de su progresiva inclusión social, educativa y laboral. Estas nociones constituyen lo que se ha denominado “el mito de los primeros tres años de vida”. Uno de sus componentes surge de estudios que se realizaron con animales de laboratorio. Hace más de 20 años, experimentos con roedores mostraron que la densidad de las conexiones neuronales y el aprendizaje podía incrementarse al criar a los animales en “ambientes enriquecidos” (jaulas donde se desarrollaban con otros animales y con múltiples estímulos sensoriales). En contraposición, los que se criaban en ambientes con deprivación social y sensorial, es decir, en aislamiento, tenían menos conexiones neuronales y presentaban un peor rendimiento en tareas de aprendizaje. La extrapolación y generalización de estos resultados al ámbito humano no es solo un error técnico sino además una aberración. También se han difundido imágenes que muestran diferencias en el desarrollo del cerebro de niños de tres años criados en ambientes adversos por negligencia o abuso para afirmar que estos se convertirán irremediablemente en adultos menos inteligentes, menos capaces de empatizar, más proclives a la adicción a las drogas, a la conducta violenta, al desempleo y a la dependencia. Además, se ha señalado que el desarrollo cerebral deficitario se debería, en gran parte, a la forma en que niños y niñas fueron tratados por sus madres y sus padres, quienes no habrían sido suficientemente responsables para atender sus necesidades.

El mito suele asumir también que la falta de una alimentación adecuada y de oportunidades de educación y estimulación social y afectiva se reproducen a través de las generaciones en familias en situación de vulnerabilidad socioeconómica. Es decir, padres que han sido negligidos durante su infancia y que, en consecuencia, habrían tenido un desarrollo cerebral insuficiente, repetirían con sus hijos las mismas conductas y hábitos, produciendo resultados similares. Se crearía así un círculo vicioso prácticamente imposible de romper. Todo esto se sostiene en una idea errónea y determinista del desarrollo neural. En base a esta idea, también se ha organizado una intensa campaña de marketing para promover productos destinados a estimular el desarrollo cerebral. Muchos de estos prometen mejoras cognitivas basadas en evidencia neurocientífica, que en realidad no existe o no es generalizable más allá del ámbito del laboratorio. El mayor peligro de estas propuestas es que sean adoptadas por quienes están a cargo de diseñar políticas públicas. Una de las consecuencias posibles de esto es atribuirle culpa a padres y madres por no ocuparse adecuadamente de sus hijos en tal período, quitando el foco de la responsabilidad pública.

Las políticas deben tomar como insumo la evidencia científica, y no su mueca. Es imprescindible saber qué es lo que sucede en el cerebro de un niño durante su desarrollo. Los humanos tenemos aproximadamente 100 mil millones de neuronas, unidades básicas de procesamiento de la información, que se conectan entre sí y con muchos otros componentes neurales de maneras complejas. Estas conexiones (sinapsis) son la base del aprendizaje y la memoria. Al nacer, las sinapsis son relativamente pocas, y se van incrementando hasta incluso exceder la cantidad que tiene un adulto. Este proceso se denomina “sinaptogénesis”. Luego, ocurre una disminución progresiva de la cantidad de sinapsis hasta aproximadamente la segunda década de vida, dependiendo de la región cerebral, llamada “poda neuronal”, que ocurre en diferentes momentos para distintas regiones cerebrales.

Por mucho tiempo se creyó que la cantidad máxima de neuronas se fijaba al nacimiento. Sin embargo, los descubrimientos neurocientíficos han cuestionado estas afirmaciones: las conexiones neuronales continúan modificándose a lo largo de toda la vida, reforzándose o debilitándose en relación con la interacción con el medio ambiente y el aprendizaje. Tales procesos constituyen lo que conocemos como “plasticidad neural”. Hoy sabemos que el cerebro es plástico durante toda la vida. Si bien existen períodos sensibles en su desarrollo, durante los cuales se facilita la adquisición de un aprendizaje en particular (como, por ejemplo, el lenguaje), es incorrecto postular la existencia de períodos críticos para la adquisición de otras habilidades cognitivas complejas, como la autorregulación de la conducta, que dependen de la integración de numerosas redes neurales durante muchos años. Los ambientes tempranos adversos pueden impactar en la organización cerebral, pero es erróneo –y, más aún, peligroso- afirmar que los efectos sean totalmente irreversibles, ya que la plasticidad neural y las oportunidades de aprendizaje continúan abiertas durante todo el ciclo vital. Ello no significa que el ambiente en que se cría a un niño durante sus primeros años carezca de importancia, sino que sus efectos no son definitivos y, pasados los tres años, aún hay mucho que hacer. Precisamente, durante las últimas dos décadas se ha acumulado evidencia científica que da cuenta de que a través de intervenciones específicas es posible modificar el funcionamiento del sistema nervioso más allá del período de los primeros mil días. La responsabilidad pública de cuidar los cerebros en todas las etapas de la vida debe estar a la orden del día, todos los días.