Revista VIVA
Más allá de las diferencias individuales, todas las personas en cada cultura particular tenemos noción de “lo que está bien” y de “lo que está mal”. Como consecuencia de esto, se despiertan en nosotros sentimientos viscerales a partir de las buenas acciones de algunos o la crueldad de otros. Esto sugiere que la moralidad no sólo depende de la socialización y el aprendizaje en un contexto determinado, sino que estaría condicionada también por la naturaleza. Una teoría con gran apoyo empírico sostiene que la moralidad evolucionó a lo largo de miles de años para promover relaciones sociales basadas en la cooperación al controlar nuestras tendencias egoístas. Así, el cerebro estaría preparado para preocuparse por el bienestar de los demás, reaccionar ante quienes intentan dañarnos a nosotros o a otros y crear reglas morales que nos ayuden a vivir en armonía dentro de un grupo. En este sentido, diversos estudios permiten identificar los fundamentos de la conducta moral humana en distintas especies animales.
Se ha encontrado que los primates y los roedores muestran conductas prosociales, como ayudar o cuidar a las crías. Además, sabemos que la empatía tampoco es una capacidad exclusivamente humana. A temprana edad, los niños ya presentan comportamientos que indican su sensibilidad ante las conductas “inmorales” y el malestar de los demás. Por ejemplo, con sólo 3 meses de edad, los bebés pasan más tiempo mirando a un personaje de marionetas que previamente actuó de manera agradable, en comparación con otro que actuó de forma negativa. Hacia los 8–10 meses, priorizan la intención de quienes realizaron acciones prosociales o antisociales, restando importancia a otros aspectos de la conducta, como el resultado. A los 12 meses, los niños comienzan a comprender el concepto de justicia (por ejemplo, cuando observan que se están repartiendo galletitas, esperan que se distribuyan de manera equitativa). A los 18 meses presentan conductas prosociales, como intentar consolar a su mamá si la ven sufrir dolor, abrazándola. En estos casos, los bebés son demasiado pequeños como para haber adquirido ciertos conocimientos sobre complejas normas convencionales de su entorno.
Las neurociencias demuestran que aspectos de la conducta moral se relacionan con determinados neurotransmisores. Experimentos de laboratorio han mostrado que la administración de oxitocina, un neurotransmisor relacionado con la conducta de afiliación, da lugar a un incremento de la confianza y generosidad, así como una disminución de la ansiedad social. La serotonina potenciaría los sentimientos negativosdesencadenados al observar que otra persona ha sido dañada. Una región que participaría en el desarrollo de la cognición y toma de decisiones morales es la corteza prefrontal ventromedial. Pero existe consenso científico en afirmar que no tenemos un único “centro moral” en el cerebro, ya que la cognición y la conducta moral se asocian con varios circuitos cerebrales, al incluir regiones que participan del procesamiento emocional, del autocontrol de la conducta, de la empatía, de la inteligencia y de la comprensión del punto de vista de los demás.
Nuestras motivaciones por “hacer el bien” tienen que ver con el imprescindible apego a las normas de sociabilidad y, a su vez, porque queremos sentir emociones positivas, como orgullo y alegría, y evitar emociones negativas como vergüenza y culpa.Nuestra humanidad también depende de eso.