Una nación con más empatía y menos mezquindad

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Clarín

Una nación puede pensarse de mil maneras. Por ejemplo, como símbolo en medio de la efervescencia de un mundial o limitarla a la idea de un territorio al observar un planisferio. Otra manera de pensarla es como comunidad. Si fuese así, no podría convivir la idea de nación cuando existe una fragmentación producida por abismos sociales o por odios de unos contra otros. No puede haber nación cuando las partes que las conforman están enfrentadas todo el tiempo.

Algunos dicen que, en términos electorales, la pelea es buena e, incluso, puede llegar a ser una estrategia astuta. Quién puede saberlo a ciencia cierta. Pero sí que en ningún caso sirve para mejorar la situación de miles de personas, sobre todo de quienes más necesitan atención, acompañamiento, comprensión de los demás; por el contrario, la empeora. No hay comunidad sin tener en cuenta el bien común.

Existe un término científico que hoy se utiliza también en las conversaciones cotidianas y en los medios de comunicación: la empatía. Que suceda esto es una virtud social, ya que acabamos por darnos cuenta de su imprescindible valor individual y social. La empatía requiere al menos de una distinción mínima entre uno mismo y los demás. Se trata de una respuesta afectiva hacia otras personas que puede requerir compartir su estado emocional o no. Por eso, implica la capacidad cognitiva de comprender el estado de los otros y regular la propia respuesta emocional. Para que una comunidad se entienda como tal y se desarrolle es necesario estimular la empatía, porque los seres humanos somos básicamente sociales. No se trata de que todos deban pensar y opinar de igual modo. Se trata de saber que el otro puede pensar distinto, comprenderlo y hasta sentirlo. Cuanto más se desarrolle esta capacidad, más se podrá respetar las creencias de los otros cuando no coinciden con las propias y hasta aprender de ellas. La cualidad empática está en hacer de la diferencia una virtud.

Como cada una de las personas, las comunidades también necesitan de propósitos. Propósitos que los estimulen a actuar en armonía y con un destino común, que no pueden estar guiados ni por la mezquindad ni por el miedo. La mezquindad es el fruto privilegiado de la inmoralidad, pero también es la semilla de la condena futura. No vale la pena abundar en ejemplos históricos ni de nuestro país ni del mundo para darnos cuenta de eso. El miedo tampoco puede ser la guía. El miedo es una emoción muy efectiva para el control social: el miedo a quedarse sin trabajo hace agachar la cabeza al trabajador; el miedo a ser perseguido hace al ciudadano resignarse frente al atropello del poderoso; el miedo a perder lo poco que se tiene no hace a uno ir por más; el miedo al “otro” hace a uno incomprensivo y torpe, poco sagaz, poco desafiante.

Frente a la estrategia de la mezquindad y del miedo está la política de la cooperación. En las grandes sociedades como las que nos toca vivir, la cooperación puede ser directa, como aquel que ayuda dándole pan al que tiene hambre, o mediada, a través de las instituciones. Sobre todo para esta última cuestión, también a la cooperación hay que ayudarla organizando el Estado eficazmente, generando infraestructura y empleo, promoviendo la educación pública y el desarrollo científico y tecnológico para el presente y el futuro de todos.

Justamente, cuando a alguien se le ocurre hablar del presente y del futuro, muchas veces existen críticos que los plantean como falsa dicotomía. Sostienen que se piensa el porvenir solo cuando se encuentra resuelto el presente o viceversa. Tantos unos como otros deben darse cuenta de que el presente está preñado de futuro. Porque no tiene futuro una comunidad que no cuenta con un sistema de salud público eficiente. Tampoco si no protege a sus ancianos. No tiene futuro si condena a la indigencia a familias enteras que crecieron sin conocer lo que es el trabajo digno, ni un salario en blanco y que le alcance todo el mes. Porque cuando la comunidad desprotege a un niño, lo que está haciendo es vedándole el presente y arrebatándole el futuro a quien necesita como nadie de los demás. Desde la medicina se sabe que en un cerebro desnutrido o subnutrido se halla menor cantidad de neuronas que en uno nutrido. Lo sabe la ciencia pero lo resuelven las políticas públicas. Depende de la comunidad pensarlas, decidirlas, llevarlas adelante.

Cuando miramos la historia de las naciones, nos damos cuenta de que aquellos proyectos más provechosos son los que supieron ver más allá de su puñadito de intereses personales y de su tiempo inmediato, y así trascender. Y si hablamos de nosotros, no podemos darnos el lujo de tirar por la borda tantos proyectos y tanto esfuerzo de tantos argentinos que fueron solidarios y no tuvieron miopía de futuro. Somos una nación que se reconoce en sus símbolos y en sus fronteras. Ojalá que también logremos reconocernos como comunidad.