Muchas veces se dice que el poder tiende a corromper a las personas, y que el poder absoluto las corrompe absolutamente. Más allá del dicho, existe evidencia que esto es así; el poder puede cambiar la mente de quien lo ejerce.
Algunos de los que están en una posición de poder, cualquiera sea el cargo o la posición que ocupen, pueden ser susceptibles a presentar dificultades para escuchar al otro y tener en cuenta diversos puntos de vista además del propio.
Suelen además sobrestimar sus habilidades, creer que sus prestaciones son superiores a las ajenas, confiar demasiado en sí mismos y, por todo eso, asumir grandes riesgos. Esto los vuelve ambiciosos, faltos de reflexión y autocrítica, lo que por supuesto afecta la toma de decisiones.
Asimismo, pueden mostrar una actitud de desprecio por los demás, que pasan a ser solo un medio para satisfacer su apetito y necesidad de poder. Si bien con frecuencia estas características pueden reflejar un efecto regular para quienes ejercen algún tipo de liderazgo sobre los demás, ciertos autores sugieren que se trata de un cambio de la personalidad denominado “síndrome de hubris” [N. del E.: en griego, “hubris” o “hibris” significa “desmesura”]
Acuñado por Lord Owen, médico y político inglés, y Jonathan Davidson, profesor de la Universidad de Duke, se define el síndrome de hubris como rasgos de personalidad adquiridos como consecuencia de ocupar cierto rol de poder por un período de tiempo prolongado (cuanto más tiempo y más poder, peor).
Las personas que son susceptibles de desarrollarlo y lo padecen se caracterizan, entre otros rasgos, por ver el mundo como un lugar para la autoglorificación, tener una preocupación desproporcionada por su imagen, excesiva confianza en el propio juicio y desprecio por el consejo. Así, se creen muy superiores a los demás. Consideran que pueden responder por sus actos ante entidades “superiores”, como Dios, el destino de la Nación o la Historia.
Se trata del ejemplo paradigmático de cómo el “éxito” puede cambiar la forma en que una persona piensa y actúa. Diversos estudios muestran que, a medida que algunas personas -no todas- ganan influencia sobre los demás, tienden a perder la empatía y la afinidad por los detalles. A medida que ganan poder, se sienten más libres, se vuelven más receptivas a las recompensas y pierden el respeto por las normas sociales que antes obedecían.
Otra de las características que suelen presentar algunas personas en posiciones de poder es la “distancia psicológica”. Tendemos a percibir a las personas, los objetos y las situaciones más o menos próximas en función de nuestro nivel de involucramiento personal. Es decir, la forma en que nos implicamos en las cosas hace que las veamos cercanas o lejanas, más allá de la distancia espacio-temporal real. Cuando percibimos algo como cercano, tendemos a tratarlo más concretamente.
Por el contrario, cuando percibimos algo como lejano, lo pensamos y lo abordamos más abstractamente. Diversos experimentos han mostrado que los “poderosos” suelen ver a quienes están a su cargo como algo lejano. Ello podría explicar por qué aquellos con mucho poder pueden volverse menos altruistas y menos empáticos.
Es verdad que varias de estas características se solapan con los criterios de otros diagnósticos como el trastorno narcisista, el trastorno antisocial y el trastorno histriónicode la personalidad.
Entonces, ¿qué diferencia este cuadro de esos otros? Mientras que los desórdenes de la personalidad se consideran crónicos y perdurables, el síndrome de hubris sería una condición adquirida y, posiblemente, transitoria, cuyo desencadenante es eminentemente el poder real.
La intención de algunos autores que describen este síndrome no es establecer un diagnóstico médico formal sino alertar de un sesgo cognitivo en los seguidores que usualmente son renuentes a reconocer conductas irracionales en sus elegidos. Es destacable que tanto quienes sufren el síndrome de hubris como sus seguidores terminan aislados de lo que realmente sucede.
Es verdad que varias de estas características se solapan con los criterios de otros diagnósticos como el trastorno narcisista, el trastorno antisocial y el trastorno histriónicode la personalidad.
Entonces, ¿qué diferencia este cuadro de esos otros? Mientras que los desórdenes de la personalidad se consideran crónicos y perdurables, el síndrome de hubris sería una condición adquirida y, posiblemente, transitoria, cuyo desencadenante es eminentemente el poder real.
La intención de algunos autores que describen este síndrome no es establecer un diagnóstico médico formal sino alertar de un sesgo cognitivo en los seguidores que usualmente son renuentes a reconocer conductas irracionales en sus elegidos. Es destacable que tanto quienes sufren el síndrome de hubris como sus seguidores terminan aislados de lo que realmente sucede.
En las diversas esferas de la vida social, como la política, la empresaria, la educativa, la periodística e, inclusive, las organizaciones no gubernamentales, es importante estar atentos al derrotero de estas conductas en los otros dirigentes y en uno mismo también (aunque por definición es difícil que una persona reconozca estos rasgos en sí).
Quizá la clave esté en recordar que muchas de las características de personalidad que ayudan a lograr el liderazgo esté en justamente ese valor imprescindible que se trastoca con el síndrome de hubris: la invalorable sensibilidad del líder que comprende lo que piensa el otro, que siente lo que siente el otro y actúa en consecuencia para el bien general.