Conocemos el mundo que nos rodea a través de nuestros sentidos. Sin embargo, en comparación con otras especies, nuestra biología nos permite percibir sólo una pequeña parte del entorno. Por ejemplo, mientras nuestros ojos abarcan un campo visual de 125°, animales como el camaleón o insectos como la libélula dominan los 360°. Tampoco podemos ver la gama de colores ultravioleta, que sí perciben las abejas en busca de polen. ¡Y nuestro olfato es un millón de veces menor que el de los perros! Simplemente, nuestros sentidos no evolucionaron para detectar toda la información del mundo exterior, que parece casi inaccesible para nosotros. ¿Será posible en el futuro aportar nuevos sentidos gracias a los desarrollos tecnológicos?
Desde hace años, los neurocientíficos se han preguntado si es viable utilizar la tecnología con el objetivo de expandir la forma en que experimentamos el mundo. Así, se han desarrollado avances fabulosos como el implante coclear, dispositivo que convierte sonidos en señales eléctricas que estimulan el nervio auditivo, permitiendo que las personas con sordera tengan la posibilidad de oír.
¿Cómo se procesa la información que proviene de los sentidos? Sabemos que toda la información que entra por receptores como los ojos, los oídos o la piel es convertida en señales electroquímicas que el cerebro descifra e interpreta. El cerebro “lee” señales, extrae patrones y le da sentido a la información que nos llega, construyendo nuestro mundo subjetivo, lleno de formas, colores y sonidos relacionados.
A partir de este conocimiento, se está estudiando una técnica no-invasiva llamada “sustitución sensorial”, que envía información al cerebro vía canales sensoriales inusuales.
Esta técnica permitiría reemplazar la pérdida de un sentido (la audición) al hacer llegar la información auditiva al cerebro mediante otro canal preservado (el tacto).
El equipo liderado por el neurocientífico David Eagleman creó un dispositivo que funciona siguiendo este principio. Se trata de un chaleco que transforma el sonido en patrones de vibración que se perciben en la piel del torso. El micrófono de una aplicación informática capta el sonido (la voz de una persona) y, vía Bluetooth, lo mapea en un chaleco que se lleva bajo la ropa, que contiene un conjunto de motores vibratorios.
Así, el sonido se traduce en patrones dinámicos de vibración que la persona siente sobre la piel. Dado el tiempo suficiente, el cerebro aprende a decodificar las vibraciones automáticamente y comprender la información. La persona puede sentir el sonido a través del tacto.
Estos avances nos ayudan a comprender mejor cómo los sistemas sensoriales pueden convertirse en canales atípicos. Es probable que en el futuro podamos detectar con precisión la enorme cantidad de señales invisibles que produce nuestro cuerpo, como la presión sanguínea o el nivel de azúcar en sangre, y así monitorear automáticamente nuestra salud. O, tal vez, un piloto de avión pueda percibir de diversas maneras la información sobre el vuelo que tiene en el tablero frente a él, ampliando las posibilidades del limitado sentido de la vista que sólo procesa pocos estímulos por vez.
En la película que cuenta la vida del genial Ray Charles, nos maravillamos al ver cómo el músico, que de niño perdió la visión, se valía de sus otros sentidos para llegar a percibir casi lo imposible, como el vuelo de un colibrí.
Hoy la tecnología en desarrollo, junto a la neuroplasticidad cerebral, abre la posibilidad de expandir aún más nuestra capacidad sensorial y, quizás, influenciar nuestra evolución como especie en el futuro.