¿Pueden las máquinas llegar a ser más sabias que los humanos?

  • por

La Nación
Yo, robot. El imparable desarrollo de la inteligencia artificial ha despertado el temor de que en un futuro las computadoras escapen al control del hombre; sin embargo, se interpone el misterio de la conciencia

Si buscamos en Internet vuelos para viajar a alguna ciudad del mundo, enseguida comenzarán a aparecernos en la pantalla publicidades de alojamiento para nuestro destino elegido. Los teléfonos inteligentes entienden cuando preguntamos cómo está el clima o cuando pedimos que nos comunique con alguien. Facebook y Netflix nos ofrecen información en función de nuestros intereses. Todos estos son ejemplos cotidianos de cómo la Inteligencia Artificial (IA) está cada vez más presente en nuestra vida, recolectando información sobre nuestras preferencias, analizando datos de nuestros comportamientos y actuando en consecuencia.

Por supuesto, no se trata de algo reciente: en 1997, la célebre computadora Deep Blue venció al campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov, y en 2011 el sistema informático Watson ganó el concurso de preguntas y respuestas Jeopardy! Sin embargo, la nueva ola de IA tiene como particularidad el desarrollo de lo que se llama “aprendizaje no supervisado”. Es decir, existen algoritmos que tienen la capacidad de procesar inmensas cantidades de información (bibliotecas enteras de texto), encontrar patrones comunes en esa marea de datos y, por ejemplo, brindar respuestas o clasificar esa información en entidades con características comunes. Estos algoritmos, sin embargo, siguen dependiendo de una integración humana que interprete su respuesta o forma de clasificar la información para evaluar si es adecuada o no.

El aprendizaje no supervisado se puede combinar con un “aprendizaje supervisado” en el cual a un algoritmo se le proveen ejemplos de la información que tiene que procesar y cómo hacerlo. Esta combinación permite generar respuestas novedosas, como fue, por caso, lo sucedido con AlphaGo, un programa de computadora que en 2016 le ganó al campeón mundial de go, el sofisticado juego de estrategia del Este de Asia, gracias a poseer un entrenamiento en jugadas históricas y combinarla con el aprendizaje de nuevos movimientos en forma no supervisada.

Emancipadas

Ante este estado de situación, muchos señalan el potencial peligro de que las máquinas devengan más inteligentes que los humanos. Una aproximación teórica a este problema sostiene que, si se creara una máquina “ultra inteligente” que sobrepasara nuestras capacidades, se produciría una suerte de fenómeno de superación exponencial: la máquina sería capaz de autoperfeccionarse y crear, a su vez, otra máquina más inteligente que ella misma, y así sucesivamente, lo que generaría cambios drásticos para la civilización imposibles de predecir y controlar. Este fenómeno es conocido como “singularidad tecnológica”.

Dado que la velocidad de procesamiento de las computadoras se duplica cada dos años, algunos argumentan que esta explosión sucedería a un ritmo tan vertiginoso que los humanos quedaríamos “desfasados” en las próximas décadas. ¿Podría ocurrir algo así? ¿Se fabricará una mente similar o superior a la nuestra? ¿Es comparable la IA con inteligencia humana? ¿O la IA es, y seguirá siendo, una herramienta que permita potenciar nuestras capacidades naturales y aprendidas?

Más aún, la computadora más poderosa no es ni remotamente comparable a un ser humano en cualidades como la intuición, la perspicacia y el ingenio. Y menos en su empatía, creatividad, capacidad de sentir y de tener expresiones morales, cualidades que han sido desarrolladas durante millones de años de evolución. Las computadoras, además, carecen de conciencia y autodeterminación; no tienen creencias, deseos ni motivaciones. Para construir una máquina conciente deberíamos poder reproducir cada uno de los componentes esenciales que dan lugar a la conciencia. Y esto no es posible, ya que de hecho no sabemos explicar cómo el cerebro da lugar a la conciencia.

Otro aspecto fundamental concierne al rol de las emociones y el cuerpo en el procesamiento cognitivo. La visión de la mente humana como un mero “procesador de información” ya ha sido rebatida por la ciencia. Hoy sabemos que los circuitos neuronales que subyacen a la cognición y la emoción son interdependientes e interactúan en el funcionamiento de los procesos más básicos, como la percepción temprana, y los más complejos, como la toma de decisiones, el razonamiento y la conducta moral y social. Además, el aprendizaje humano y nuestras vivencias emocionales no se basan únicamente en el hardware de nuestro cerebro; también precisamos la experiencia con un entorno físico a través de nuestro propio cuerpo. Los hallazgos neurocientíficos cuestionan cada vez más el dualismo cartesiano que establece una separación tajante entre la mente y el cuerpo. En consecuencia, la idea de una mente virtual almacenada fuera del cuerpo es altamente endeble.

Interacción

A pesar de que la IA y la humana están lejos de ser comparables, y de que el surgimiento de una especie de ente artificial consciente y autónomo en las próximas décadas parece más propio de la ciencia ficción, sí debemos reconocer que estamos entrando en una nueva era en la interacción entre la tecnología y nuestras capacidades humanas. Un ejemplo es la “interfaz cerebro-máquina”. A través de estas tecnologías, personas inmovilizadas puedan accionar mecanismos robóticos a partir del registro de su actividad cerebral. Aunque todavía queda mucho camino por andar, la integración cerebro-máquina se plantea como una vía concreta que puede ayudar tanto en cuestiones médicas como en la potenciación de nuestras capacidades.

No se pueden negar los inmensos avances tecnológicos ni la extraordinaria velocidad de procesamiento de información de las máquinas que, a su vez, crece exponencialmente año tras año. Tampoco hemos de soslayar los impactantes usos de las nuevas tecnologías que complementan y potencian nuestros saberes y prácticas. Pero la inteligencia humana es mucho más que velocidad de procesamiento y análisis de datos. Aunque las computadoras sean capaces de realizar tareas automatizadas, analizar enormes cantidades de datos, solucionar problemas con asombrosa rapidez y precisión, son incapaces de sentir, adaptarse flexiblemente a nuevas situaciones y tener la maravillosa capacidad creativa de un ser humano. Tampoco tienen emociones, sensibilidad ni conciencia.

Conviene no olvidarlo: cuando los seres humanos procesamos información nueva, la integramos con los datos de nuestras experiencias y con sensaciones corporales para interpretar lo que sucede a nuestro alrededor. Así decidimos y actuamos. Aun ante información incompleta o contradictoria, somos capaces de comprender claves contextuales y adaptar nuestra conducta en consecuencia. Así, las computadoras son -y debemos ocuparnos de que sigan siendo- formidables herramientas de quienes las crearon: nosotros, los seres humanos.