Todos lo vimos. Era domingo a la noche, se había hecho más tarde de lo común para grandes y chicos. Pero a esa altura nadie podía pegar un ojo. Si hacía rato se respiraba el deseo de que esa debía ser la noche en la que una selección argentina de fútbol conjuraría el maleficio de tantos años sin campeonatos. Como en un ritual, todos estábamos alrededor de algún televisor. Habían pasado los 90 minutos, después los 30, y ahí había estallado la tensión definitiva. En la casilla de correo electrónico no entraba ningún mail, salvo una promoción o algún colega del exterior que ni enterado estaba del asunto. Los mensajes al teléfono, si es que llegaban, eran solo caritas de susto, instantáneos, cortos, para no perder el hilo de los acontecimientos. Cuando Messi se paró frente a la pelota, después del penal errado por el equipo rival, muchos tuvimos una sensación extraña. Querer que entre la pelota para que la argentina pasara al frente y se encaminara al campeonato, pero también algo más íntimo, más complejo: lo deseábamos por él mismo, por su satisfacción personal, por su gloria definitiva, por querer que se consagre como jugador nacional, como capitán, como líder, como emblema de lo que somos, o de lo que queremos ser. Pero no sucedió. Corrió Messi, pateó con la zurda que tantas maravillas logró en su vida (y en la nuestra) y la pelota se fue al cielo. Más allá de lo que pasó después, el tiempo ahí se congeló. Faltaba, pero todos sabíamos que otra vez algo importante se había desbarrancado. Fue así que desde ese momento que los jugadores chilenos salieron a festejar, hubiésemos querido estar junto a él, ver todo a través de sus ojos, perdidos primero, nublados después, enrojecidos por tiempo indeterminado.
El lunes siguiente amaneció frío y gris en Buenos Aires y costó despertarse. Un poco por la noche larga frente al televisor y otro poco por la frustración. Como siempre que ocurre algo de esto, nos consolamos sabiendo que no se trata del fin del mundo o de algo dramático como una verdadera catástrofe (cosa cierta) pero también que sí algo sucede. Cuando salí a la calle rumbo al Instituto donde trabajo, me sorprendió que me llegaran algunos mensajes preguntándome por qué. Los dejé pasar, entendía que se trataba de algo así como una pregunta retórica que no esperaba respuesta. Cuando llegué a la reunión, era imposible no dilatar el comienzo por los comentarios del partido, de la nueva derrota en una final, y de la pregunta que descerrajó el invitado: por qué. El murmullo se transformó en silencio y me di cuenta de que iba en serio. Opté por salir del paso y responder a partir de la única evidencia: “porque los nuestros erraron más penales que ellos”, y cambié de tema.
Cuando suceden acontecimientos impactantes, intentamos con las herramientas que sean poner luz sobre sus causas, aun las más misteriosas, para que nos permitan encontrar la punta del ovillo, dónde empezó todo, cómo siguió, dónde estuvo el punto exacto del desvío, de la perturbación. A la salida de mi reunión había más correos electrónicos, algunas llamadas perdidas, varios mensajes y, entre ellos, uno de la Revista Noticias, con el eco de la pregunta: por qué.*
Cuando escribimos el libro Usar el cerebro, optamos por poner en las primeras páginas un apartado que problematizara los alcances de las neurociencias. Intentaba describir aquello que la ciencia sí podía abordar, comprender, hipotetizar, pero más nos interesaba anticiparnos sobre ciertos límites, entendiendo también que estábamos en nuestro país (y también en el mundo) atravesando un cierto optimismo a partir de los avances de esta disciplina: el ímpetu de que absolutamente todo lo podía explicar la ciencia que estudia el cerebro. Para contar que eso no es así, utilizamos una metáfora que nos sigue pareciendo productiva: cuando se sobrevuela de noche una ciudad se puede observar con claridad las luces que se dibujan en ella; esa visión nos permite percibir la magnitud de la metrópolis, pero es imposible auscultar las conversaciones, los deseos, las tristezas y las alegrías que suceden siquiera en una de sus esquinas, sus casas o sus bares. Esto significa que frente a determinados acontecimientos podemos dar cuenta de patrones de activación, pero no de manera cabal lo que eso significa. En esa pregunta repetida una y otra vez, por qué, lo que estaba implícito era por qué erró el penal, por qué Messi, que es el mejor, en el momento clave, justo antes de la consagración, no hizo el gol; por qué el equipo nacional llega desde hace tantos años a una instancia definitiva y no alcanzamos la cima; qué tenemos los argentinos en la cabeza.
A la mayoría de los seres humanos que opinamos, no nos tocó estar en un campeonato de fútbol y tener que patear un penal como ese, pero no hay que imaginar demasiado para darse cuenta de que no debe ser sencillo. Podemos entender la presión que sentirá uno caminando los metros que van de la mitad de la cancha hasta el punto del penal, ver las tribunas repletas, la infinidad de flashes, el cartel electrónico con nuestro rostro endurecido, la sensación de que en millones de hogares se está repitiendo esa misma imagen, la relación entre lo que uno haga y los portales de noticias del mundo, los diarios del día siguiente. Alguien podrá decir que los deportistas súper profesionales deberían estar preparados para enfrentarlo. Sin embargo, a partir de una inmediata comparación, también vemos que otros extraordinarios futbolistas también fallaron penales en instancias definitivas (Platini en el mundial 86, Maradona en el mundial 90). Es obvio que el estrés influye, que el cansancio influye, que el contexto cambiante y la precisión técnica ligada con la decisión que se debe tomar en una milésima de segundo influye. Imposible establecer las razones determinantes desde afuera, y seguramente es imposible comprenderlo desde el propio jugador. No todas las acciones que tomamos y las consecuencias que traen podemos explicarlas a ciencia cierta. Lo que quizá sea más productivo reflexionar es qué hacer con eso.
En cada hogar, en cada familia, en cada bar, en cada radio del taxi, habrá cundido el desánimo, la sensación grave de frustración colectiva. La frustración es una cualidad muy humana: querer algo y no conseguirlo nos suele pasar, y eso hace que nos sintamos mal. La clave es el momento siguiente, el futuro que se empieza a dibujar a partir de eso. Una opción es quedarnos empantanados pensando en todo lo bueno que podría haber pasado y no pasó, y así sentirnos aún peor. La otra es poner a jugar nuestra capacidad de resiliencia: intentar superar la adversidad y transformar la experiencia en un aprendizaje que nos permita tener más herramientas para el nuevo desafío. Y estímulos para superarla. Una condición muy importante para lograrlo es estar convencidos y, para eso, tener propósitos y proyectos que nos permitan focalizar más en la meta que en la piedra, el tropiezo y el machucón. Saber que los caminos son arduos y largos, y que cada traspié no nos obliga a empezar todo de cero. Solo hay que levantarse, reflexionar sobre lo que nos pasó, curarse las heridas y seguir andando. Reinterpretar el significado de los estímulos negativos, con la consecuente reducción en las respuestas emocionales, se denomina “reevaluación”. No es más que cambiar la manera en que sentimos al cambiar la manera en que pensamos.*
Una imagen que seguramente nos quedará en la memoria es la de Messi después del partido llorando desconsoladamente. Y la verdad es que, con o sin lágrimas, la mayoría de quienes lo estábamos viendo también nos apenamos por nosotros pero también por él: queremos que la película termine con los mejores ganando alguna vez, que se cumpla la “justicia poética” de los que tomaron el camino del esfuerzo para multiplicar por mil su talento, y también como retribución a quien hace muchos años tomó una decisión trascendente que a todas luces no le traería mayor comodidad y satisfacción inmediata, la de representar al seleccionado de fútbol del país que lo vio nacer y no a otro que le proponía un devenir más confortable y menos riesgoso. Pero Messi decidió por Argentina. En ese gesto de interrelación de uno y otro, se halla una parte importante de esta historia. Por eso caló tanto su renuncia: no solo por cuestiones deportivas (queremos que Argentina sea campeón y con Messi es más probable) y hasta estéticas (el mero disfrute de verlo jugar), sino porque todos queremos que Messi sea campeón jugando para su país.
En ese y en tantos otros gestos se establece esa relación especial con grandes referentes sociales: en sus logros y fracasos están representados los sentimientos colectivos.
En nuestro más reciente libro, El cerebro argentino, tratamos uno de los elementos centrales que nos permite entendernos con ciertos rasgos comunes de una misma comunidad: los sesgos cognitivos. Se trata de esquemas mentales que proveen un marco desde el cual se tiende a producir sistemáticamente ciertas respuestas rápidas frente a diversas situaciones. Funcionan como una suerte de atajos mentales moldeados socialmente que nos permiten resolver de manera simple y sin demasiado esfuerzo cognitivo problemas en la vida cotidiana. Uno de ellos es el llamado “efecto halo”, que nos impulsa a trasladar de manera directa una cualidad particular de una persona hacia el resto de sus características (si es bueno para una cosa, es bueno para esto otro). En lo específico, aparece una ligazón entre el carácter de buen jugador al del líder. Por supuesto que en esto hay una construcción análoga con lo que significó para todos nosotros la figura de Diego Maradona. Pero quizá lo más importante es que Messi sea simplemente Messi, y eso ya es demasiado.*
No hay respuestas definitivas para todas las cosas que pasan. Si el fútbol tuviese una explicación lógica, sería más fácil prever contundentemente triunfos y derrotas, lo que se transformaría en futuros desabridos de partidos sin emociones, sin dudas. Pero sí muchas de estas cosas promueven preguntas, disensos necesarios, la efervescencia de nuevas interpretaciones. Estas páginas no quieren ser respuesta unívoca por parte de una disciplina específica de aquel mensaje del día lunes sobre el por qué, sino la reflexión de un argentino que se apenó con la derrota, que confía en que las cosas irán cada vez mejor, que intenta pensar sobre el valor de la experiencia para próximos desafíos, y que, por sobre todo, quiere que Messi siga jugando en su selección.
Al fin y al cabo, el fútbol no es fiel reflejo de lo que nos pasa, aunque ojalá fuese así. Porque si así fuera, también llegaríamos insistentemente a finales de campeonatos por la mejor educación del mundo y, aunque nos toque desempatar por penales y las perdamos ahí nomás, lograríamos tener un país con una menor desigualdad social de la que tenemos, mejores puentes, rutas y transporte público, mejor nutrición en niños y adolescentes, mayor transparencia, mayor bienestar general, mayor índice de solidaridad.
Publicada por revista Noticias el 2 de julio de 2016.