Cuando alguien nos pregunta qué nos pasó para que una Nación que ilusionaba con un futuro promisorio se haya sumido en un presente con un tercio de su población en la pobreza, a índices escandalosos de corrupción, a una crisis que sucede a otra crisis, la respuesta es difícil: la historia es la suma múltiple y contradictoria de eventos, decisiones, conductas. Pero algunos sucesos se transforman en hitos reconocibles. Por eso, cuando en algún encuentro en el extranjero me hacen esa pregunta sobre por qué nos pasó lo que nos pasó, suelo contar como síntesis la noche triste del 29 de julio de hace 50 años, la “de los bastones largos”.
Los hechos concretos fueron los que ya se saben y que por suerte en estos días son recordados en diarios, radio y televisión, actos y clases públicas: el autoritarismo obcecado, torpe y cortoplacista intervino a machetazos la universidad pública, y así quebró un recorrido de autonomía que había comenzado con la reforma de 1918 y había sido faro para toda Hispanoamérica y el mundo. Esa noche se transformó en significativa porque a golpes se rompió con ese pasado, pero también hirió profundamente nuestro futuro.
Uno de los documentos que más ha circulado como testimonio y como denuncia sobre ese hecho es la carta que el profesor del MIT Warren Ambrose (una de las víctimas directas de aquellos bastones para “abollar ideologías”, como los llamó Mafalda) envió al New York Times: “Nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados, colocados a distancia de diez pies entre sí, que pegaban con palos, o culatas de rifles, y que nos pateaban rudamente, en cualquier parte del cuerpo que pudieran alcanzar. Nos mantuvieron incluso a suficiente distancia uno de otro de modo que cada soldado pudiera golpear a cada uno de nosotros.” Más allá de la crónica de la violencia ocurrida, el profesor consignó un presagio desgraciado en la última oración de su carta: “Esta conducta del gobierno, a mi juicio, va a retrasar seriamente el desarrollo del país, por muchas razones, entre las que se encuentra el hecho de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país.” Y lamentablemente así fue. Porque, como expresó el rector de la Universidad de Buenos Aires hasta ese 29 de julio de 1966, el ingeniero Hilario Fernández Long, “lo más importante de la noche de los bastones largos no fueron los bastonazos -que, al fin y al cabo, teniendo en cuenta lo que vino después, fueron un episodio menor-, sino la intervención a las universidades”.
Aquella universidad estaba en el pico de su crecimiento: enseñaba con altos niveles de calidad; sus estudiantes eran inquietos y críticos; investigaba con impacto en lo social; publicaba papers en las revistas más prestigiosas del mundo; había fundado la editorial EUDEBA, un sello de referencia en todo el continente. Y eso molestaba al mismo poder que había expulsado al doctor Arturo Illia de la Casa Rosada a empellones y ahora intervenía uno de los puntales de la Argentina libre. Lo que se perdió en esa noche no se terminó de recuperar del todo nunca.
Las universidades son las usinas de pensamiento de las sociedades modernas porque generan y transfieren el conocimiento, el capital más importante que tiene una Nación. Pero no lo decimos como arrebatos de buenas intenciones: los informes sobre el impacto de estas instituciones en la economía social dan cuenta de esto. La CEPAL, en su informe “La educación superior y el desarrollo económico de América Latina”, es contundente en este sentido: “La universidad contribuye al desarrollo económico al identificar los canales que inciden en la innovación y que puedan ayudar a robustecer la competitividad internacional de la estructura productiva. Asimismo, promueve una mayor expansión económica de largo plazo”. Se tratan de instituciones que piensan y atienden el futuro pero también las urgencias. Porque, como dijimos innumerables veces, el conocimiento genera comunidades más integradas, es la herramienta más eficaz contra la pobreza, para la creación de empleo, para la prosperidad social.
Es por todo esto que esa noche triste de hace 50 años se vuelve muy significativa y condensa como pocas la inmoralidad pero también la torpeza y la miopía de futuro de gobiernos que la llevaron adelante y gran parte de la sociedad que la toleró. La clave del progreso de nuestro país está en lo que los argentinos tenemos en la cabeza y la manera de conectarnos unos con otros. No se trata jamás de abollarla a golpes de bastonazos sino de estimularla, potenciar sus ideas, relacionarlas con otras, lograr hacer de la diferencia una virtud. Es lo que distancia la noche al día, el autoritarismo, la decadencia y la violencia a la democracia, el desarrollo y la paz.