La primera vez que supe del doctor René Favaloro fue a través del relato de otro médico rural: mi padre, el doctor Pedro Manes.Él había ejercido en un pequeño y bello pueblo de campo, Arroyo Dulce, hasta que nos mudamos a Salto, cuando yo tenía que empezar la escuela. Durante toda mi infancia solía verlo saliendo de casa a cualquier hora porque tenía que atender una emergencia y, cuando le preguntaba por qué se iba otra vez, él solía responderme: “porque alguien me necesita”. Esa vez que escuché por primera vez hablar a mi padre de Favaloro yo tendría unos ocho o nueve años. Lo recuerdo como si fuera hoy. Habíamos terminado de almorzar en la casa, creo que era domingo. Se quedó conmigo y con mi hermano, y nos contó del doctor René Favaloro como si fuera el héroe de una película o un deportista que había ganado un mundial. Me acuerdo también que se detenía en detalles particulares de su vida: su carrera en La Plata, su estadía y compromiso social en Jacinto Aráuz, su decisión firme de ir a Estados Unidos a pesar del esfuerzo que le llevaba a una persona ya adulta aprender inglés, su deseo de regresar a Argentina, los primeros pasos de lo que por ese entonces era la flamante Fundación. Lo contaba con pasión y con el esmero que pone un maestro para que el otro comprenda la importancia de lo que se está hablando. Pero también con el orgullo del colega y, sobre todo, del compatriota. Tanto era así que, en esa misma sobremesa, se levantó, tomó un papel de su consultorio, volvió y ahí mismo, como si fuera una obra de arte, nos explicó a través de un dibujo su gran descubrimiento (más tarde ya lo reconocería con el nombre preciso: el bypass aortocoronario). “¡Saben cuántas vidas en el mundo salvó y cuántas más va a salvar el esfuerzo, el talento, el amor de este argentino!”, nos dijo con euforia. Era extraño para mí, porque los próceres a los que estaba acostumbrado eran los que aparecían en la revista Billiken, en los manuales y actos del colegio, en un pasado remoto. Y Favaloro era un hombre que estaba haciendo una “patriada” casi en el mismo tiempo que mi padre me lo contaba.
Crecí, me vine a vivir a Buenos Aires, estudié medicina acá y en el exterior y, cuando en el 2005 me invitaron a ser parte de la Fundación Favaloro, primero como director del Instituto de Neurociencias y luego también como rector de su Universidad, tuve el recuerdo vivo de aquella sobremesa con mi padre. Por eso sentí la gran emoción y el inmenso desafío de aportar un granito de arena al legado de uno de los argentinos más prominentes del siglo XX. Y también un agradecimiento pleno a quien me inculcó el respeto y la admiración por su obra.
El año pasado, en una visita a mi pueblo de la infancia, experimenté la alegría de entrar con mis hijos a “nuestra” casa de Arroyo Dulce donde mi padre había atendido a tantos pacientes que lo necesitaban. Encontré sus muebles, sus instrumentos, su recuerdo. Y con ellos voy a ir también a Jacinto Aráuz, para contarles la historia del héroe del que me habló mi padre, que en ese lugar, y en el mundo, hizo patria. Se los voy a decir con esmero, con orgullo de colega y de compatriota. Los grandes hombres permiten comprender a través de sus acciones, sus gestos y sus modos, la realidad en la que vivieron. Pero hay grandes hombres que también nos permiten vislumbrar el futuro de su comunidad. No hay revolución verdadera sin conocimiento, sin esfuerzo, sin convicción. Pero tampoco hay transformación sin compromiso social. Ese día a mis hijos les voy a decir también que ojalá la Argentina de ellos sea la Argentina de Favaloro.