Cuando algo nos preocupa demasiado, estamos muy estresados o nos encontramos con alguien por primera vez, es común que sintamos “algo” que viene del abdomen. También, debemos decirlo, cuando estamos enamorados, de ahí la común metáfora de “tener mariposas en la panza”. Pero esta relación entre el tracto digestivo y la mente no es toda una construcción metafórica, ya que existe una conexión mediante una extensa red de neuronas, sustancias químicas y hormonas que en forma constante proveen información mutua sobre, por ejemplo, las preocupaciones cotidianas o la necesidad de ingerir alimentos. Esta comunicación bidireccional entre el cerebro y el aparato digestivo actualiza la situación entre ambos órganos. Esa sensación de hundimiento en el fondo de nuestro estómago antes de ver los gastos de la tarjeta de crédito luego de las vacaciones es otro ejemplo de esta conexión.
La parte del sistema nervioso que se encarga de controlar el sistema gastrointestinal se denomina “sistema nervioso entérico” y es llamado “el segundo cerebro”. Este segundo cerebro es tan extenso y complejo en redes neuronales que incluso puede operar en forma independiente. Además de manejar el proceso digestivo se sugiere que una función clave sería escuchar los billones de microorganismos que residen en el tracto digestivo.
Nuestro intestino también juega un rol importante en el origen y la causa de nuestras emociones. La noción de que el intestino regula nuestro estado de ánimo se remonta a hace más de 100 años. Científicos de los siglos XIX y XX creían que la acumulación de desechos en el colon producía un estado de “autointoxicación”, que generaba infecciones que se vinculaban con la depresión, la ansiedad y la psicosis.
La exploración del microbioma humano es un área de investigación actual que estudia de cerca la curiosa interacción entre el intestino y el cerebro. El microbioma humano es el conjunto de microorganismos que ayudan en la digestión de los alimentos, producen vitaminas y nos protegen de la colonización de los microorganismos que pueden ser patógenos. Existe hoy considerable evidencia a favor de que la “gran asamblea” de microfauna en nuestros intestinos puede tener un importante impacto en nuestro estado de ánimo. Es por eso que el eje cerebro-intestino parece ser bidireccional: mientras que el cerebro actúa sobre las funciones gastrointestinales e inmunitarias que influyen en la flora intestinal, los microbios intestinales producen compuestos neuroactivos, incluyendo neurotransmisores y metabolitos, que actúan a nivel central.
John Cryan, neurocientífico de la Universidad de Cork, en Irlanda, postula que la comunicación intestino-cerebro podría influir también en nuestra interacción con los demás. Su investigación demostró que roedores que carecen de microbios intestinales, criados en condiciones estériles, también carecen de habilidad para reconocer a los semejantes con los cuales interactúan. En otra investigación se halló que la ausencia de flora intestinal en roedores repercutía en un aumento de las hormonas involucradas en la respuesta al estrés. Se probó además que cuando los animales con ausencia de flora intestinal eran tratados con un microbio específico, la respuesta frente al estrés se normalizaba.
El célebre escritor francés Víctor Hugo, en uno de sus ensayos, advertía que “en el hombre hay una serpiente: el intestino, que tienta, traiciona y castiga.” La ciencia actual da cuenta de que este órgano puede ser más leal y benévolo de lo que se intuía, lo que abre la puerta también a que el poeta le dedique, más que vilipendio, una oda.