Resistir la tentación de obtener algo que nos gusta mucho de manera inmediata puede resultar muy sencillo para algunos y un desafío casi imposible para otros. Todos tenemos el recuerdo de cuánto nos costaba cuando éramos niños esperar algo que estaría por llegar: el recreo, las vacaciones, nuestro cumpleaños, terminar del almuerzo para recién poder comer el postre. Justamente, en la década del ’60 el investigador Walter Mischel realizó un famoso experimento que se continúa utilizando hasta hoy en muchas universidades del mundo conocido como “el test del malvavisco”.
En este experimento se le ofrecía a niños de entre 3 a 5 años un malvavisco (una de las golosinas preferidas de los niños estadounidenses) y se les decía que, si eran capaces de esperar un rato, podrían tener dos malvaviscos en vez de uno. Para esto, el investigador salía de la sala y dejaba solo al niño indicándole que cuando él quisiera podría presionar un botón para que volviera de inmediato y darle permiso para comerlo, pero que si era capaz de esperar a que él regresara sin presionar el botón ni comerse la golosina, le entregaría dos malvaviscos en vez de uno. Los investigadores observaban desde afuera el comportamiento del niño durante la espera y medían el tiempo que tardaba en caer en la tentación de comerse la golosina o presionar el timbre. En una época en la que no existían las imágenes de resonancia magnética funcional, esta sencilla tarea permitió conocer cómo funciona la maquinaria cerebral del control de impulsos en los niños.
Para controlar nuestro comportamiento debemos tener un objetivo, ser capaz de inhibir o suprimir todas las respuestas que no sean acordes a ese objetivo y poder regular la atención e imaginación para que la tarea resulte sencilla. Para ello nuestro cerebro utiliza dos sistemas de control que, paradójicamente, son opuestos pero se complementan: uno es el sistema de control “caliente” regulado por circuitos emocionales, entre los que se incluye la amígdala, que compartimos con los animales y responde a las respuestas primitivas del miedo y la defensa, el hambre, etc.; el otro es el sistema cognitivo “frío” comandado por la corteza prefrontal. Este último nos permite mantener la conducta dirigida a nuestras metas y ver las consecuencias futuras de nuestras elecciones y conductas.
La impulsividad no es solo una cuestión de niños o algo que superamos cuando nos convertimos en adultos. La difícil tarea de posponer una recompensa inmediata para obtener un beneficio mayor a largo plazo es una habilidad a la cual nos enfrentamos los seres humanos a diario, en muchas de nuestras imperceptibles decisiones, como controlar el impulso de chequear el mensaje en nuestro teléfono cuando estamos en una clase, cuando conducimos o cuando conversamos con nuestros hijos, por ejemplo. En situaciones más críticas, estas dificultades pueden explicar, en parte, ciertas conductas patológicas como comer en exceso, consumir drogas o jugar de manera compulsiva. El fenómeno conocido como “descuento temporal” da cuenta de la tendencia que tenemos los seres humanos por ver pequeñas recompensas inmediatas de manera más deseable que recompensas mayores pero postergadas en el tiempo.
Otra de las maneras de combatir la tentación por lo inmediato consiste en focalizar la atención en otro aspecto relacionado a lo que nos tienta (el famoso “mirar para otro lado”) o imaginar que la recompensa no es real (es solo un espejismo que no podemos alcanzar). En adultos, las investigaciones mostraron que brindar mayor información acerca de los beneficios de las recompensas a largo plazo también puede colaborar en que resistamos la tentación por las inmediatas.
Recuerdo que hace algunos años también me referí al tema de la impulsividad en este diario cuando tuve el honor de ser entrevistado por Nora Bär. Ella me preguntó por cómo podían las neurociencias explicar la manera de ser de los argentinos en los últimos años con respecto a la toma de decisiones colectivas. Y la reflexión fue que, así como somos talentosos para muchas cosas, quizás teníamos dificultades para pensar el largo plazo y planificar políticas integrales. Un país es mucho más que un determinado espacio geográfico y gente que vive allí: se trata de una comunidad que construye su destino solidario y el de las próximas generaciones. Como lo soñaron hace 206 años nuestros próceres de mayo, que no tuvieron miopía de futuro y fueron capaces de forjar el presente y el porvenir de nuestra Nación.