Oliver Sacks supo cómo: hacer saber a muchos lo que les pasa sólo a algunos, sobre todo a quienes están sufriendo alguna condición neurológica cuya experiencia y sentimiento quedan reservados al círculo íntimo de los pacientes y sus seres queridos, o a los médicos dentro de los consultorios y los hospitales que los tratan, o los científicos e investigadores que se empeñan en descubrir funcionamientos y, en lo posible, modos de curarlo. Decía que Oliver Sacks supo cómo lograrlo. Ese gesto de abrir una puerta e invitar a millones de personas al conocimiento es de una inmensa generosidad.Los relatos de Oliver Sacks que hemos leído a lo largo de nuestra vida alcanzaron a provocarnos una inmensa emoción. Y, lo sabemos, sólo se aprende cuando algo nos motiva. Por eso, más allá de la capacidad para escribir narraciones que valen por sí mismas, personalidades como él pueden enseñar qué es cada cosa al conmover, al impactar, al permitir que el lector empatice con quien sufre, con quien atiende, con quien investiga.
Un día me contó un amigo que en medio de una reunión de reconocidos escritores que se celebraba en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, uno de ellos dijo que su gran deseo era escribir como Oliver Sacks. Él (aunque no el único, pero sí como pocos) pudo borrar las fronteras artificiales de lo que se denomina “literatura”, “divulgación científica”, “relatos de experiencia personal”, esferas que muchas veces se miran entre sí con recelo. Y esa fue otra de sus grandes virtudes, porque cuando decimos nosotros que la inteligencia se expande en equipo no nos referimos solamente a las personas, sino también a las tradiciones, a las voces disímiles, a las disciplinas.
Sacks supo cómo decirlo. Porque en el arte, pero también en la ciencia y en la medicina, la palabra es un insumo esencial. Así fue hasta sus últimos días, que volvió a movilizar con su carta de despedida y agradecimiento que llamó “De mi propia vida”, en un manifiesto homenaje a David Hume, y corrió como reguero en un delicado equilibro de pena y maravilla por todo el mundo. Acá, en Argentina, un país alejado del de él, no había quien por esos días no me preguntara: “¿leíste la carta de Oliver Sacks?” Por muchísimo tiempo quedará grabada esa frase, casi en el final: “He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito.”
Algunos dirán con alegría que nos dejó su obra que va a pervivir y seguirá siendo leída, comentada, disfrutada. Otros dirán con tristeza que mejor hubiese sido que siga y siga. Ambos tendrán razón. También los niños que, desde ahora, además de querer ser astronautas o bomberos cuando sean grandes quieran ser Oliver Sacks.