Diario La Nación
Nuestra gran apuesta como Nación en este siglo XXI debe ser el conocimiento. Investigación, educación, ciencia y tecnología: esto es y será cada vez más la frontera que separe a los países desarrollados de aquellos que no lo son. Y los argentinos tenemos que decidir de qué lugar queremos estar.
El mundo cambió drásticamente. Nosotros mismos hemos vivido esa transformación. En adelante, si queremos prosperar en medio de una sociedad global cada vez más interconectada y competitiva, ni los recursos naturales, ni la industria, ni el sistema financiero serán las piezas sobresalientes del progreso, sino las capacidades y talentos de sus ciudadanos. Por eso, nuestro capital intelectual es la herramienta que más debemos cuidar, estimular y potenciar en cada persona y de manera colectiva.
¿Cuál es el valor del conocimiento? La respuesta a esto puede surgir de un caso sencillo y revelador. En 1970, Ghana y la República de Corea tenían un nivel similar de ingreso per cápita. Sin embargo, en 2013, el ingreso per cápita de Corea fue 14 veces mayor que el de Ghana. Esa diferencia se debió fundamentalmente a la inversión sostenida en el uso y organización del conocimiento. Entre otras cosas, esto se expresa en los más de 400 centros públicos de investigación, el gasto público por estudiante y un aumento sensible en la matrícula de educación terciaria que tiene hoy Corea.
Cuando se habla de riqueza en una sociedad del conocimiento, se habla también de inclusión social. La inversión en educación, en nuevas ideas y en investigación científica y tecnológica otorga capacidades y crea trabajos genuinos, lo que, a su vez, forja una economía sólida y sustentable que promueve la equidad. Sería contradictorio si esto no fuera así. Una nación basada en el conocimiento tiene como prioridad proteger y estimular los cerebros en desarrollo (que va más allá de la segunda década de vida) de su comunidad. El cerebro, además de nutrirse, debe tener un estímulo afectivo y cognitivo y un contexto favorable. Los cerebros vulnerables, además de un drama humano, constituyen una hipoteca social. Porque la pobreza produce un “impuesto cognitivo”. El contexto de pobreza atrapa a las personas en un círculo del cual es muy difícil salir: aquellos que no tienen garantizadas sus necesidades básicas cotidianas (o las de sus hijos) están obligados a pensar obcecadamente en ese día a día y están más condicionados para enfocarse en el largo plazo.
La inclusión es responsabilidad de todos, pero más aún de quienes tenemos esas necesidades satisfechas. No nos debe sensibilizar solamente el espasmo de una foto desgarradora en un diario, una nota en televisión que visibiliza por un momento la desigualdad, o una visita fortuita a una zona carenciada. Tenemos que trabajar todo el tiempo como si los argentinos estuviéramos conectados como una familia donde se protegen unos a otros. Si un chico en el tercer cordón del conurbano bonaerense hoy no puede comer, debemos sentir ese problema como si fuera el de nuestro propio hijo. Si un desocupado sufre en la Patagonia, debe ser nuestro hermano. Si un jubilado no puede pagar su medicación en Jujuy, nos debe importar como si fuera nuestro abuelo.
Según las encuestas que se publican cada tanto en los diarios, la seguridad constituye una de las principales preocupaciones sociales. Es comprensible. A nadie le gusta vivir con miedo en una sociedad violenta. La sociedad del conocimiento también tiene que ver con esto. Porque el impacto positivo de la educación es aún más profundo en contextos de adversidad. La educación en la cárcel, por ejemplo, reduce el porcentaje de reincidencia en el delito. Un estudio realizado por la Universidad de Buenos Aires y la Procuración Penitenciaria de la Nación en 2013 dio cuenta de que 8 de cada 10 graduados en programas universitarios de la cárcel no volvieron a ser condenados. La educación otorga capacidades y oportunidades a todos y genera sociedades más integradas y pacíficas.
El conocimiento y la democracia interactúan en un círculo virtuoso. Aquellos países con mayores niveles de escolarización muestran mayor apoyo por las reglas democráticas y mayores niveles de participación. A su vez, las democracias invierten más en educación y presentan mayores tasas de escolarización. Asimismo, las sociedades que invierten en conocimiento son más prósperas y presentan menores niveles de tolerancia con la corrupción. Sobre lo primero, la Unesco informa que, en promedio, un año de educación se traduce en un salario un 10% superior. Sobre lo segundo, las personas que entienden que los logros se consiguen con esfuerzo y reglas de juego no aceptan la corrupción. La educación enseña que el corrupto es un delincuente y que la frase “roba pero hace” no es más que una coartada inmoral. Porque, en tal caso, lo que hace privilegiará siempre el beneficio propio en desmedro del de su comunidad. No puede haber progreso sin castigo en la Justicia y sin sanción social para el que se queda con lo que es de todos.
La educación también favorece el conocimiento del otro y eso promueve la tolerancia a otras culturas, religiones y grupos étnicos. La xenofobia y la discriminación no son sólo síntoma del fundamentalista sino también del ignorante.
Cuando los gobiernos, las empresas, los centros de investigación y la sociedad civil se unen para impulsar la causa del conocimiento, el progreso social y económico es inexorable. Sólo el conocimiento nos permite anticipar las crisis, reducir brechas sociales y económicas, aprovechar oportunidades y agregar valor a lo que producimos.
¿Por qué esto que resulta tan sencillo de entender no se hace de manera suficiente? Uno de los problemas de nuestra sociedad es que estamos permanentemente pensando en el presente, en la coyuntura, y no en el largo plazo. Los argentinos ciertas veces padecemos como sociedad esa condición neurológica que afecta al lóbulo frontal que la ciencia llama “miopía de futuro”. Pero esto no siempre fue así. Un ejemplo muy claro es la educación pública. Una generación de argentinos que murió antes de vernos a nosotros egresados fue gente que pensó más allá de su vida biológica. En 1869, la Argentina tenía casi el 80% de su población analfabeta. Décadas más tarde, sólo tenía el 13%. Esa transformación no fue producto del destino, sino de decisiones y de políticas públicas y sociales de largo alcance.
Es muy frustrante para las personas y también para las sociedades no tener un sueño. Nuestro desafío es debatir qué país queremos ser más allá de lo inmediato. Tenemos que pensarnos como nación, es decir, una comunidad con un pasado y un presente pero sobre todo con un destino común.
El desarrollo debe ser nuestra obsesión, mucho más que un mero indicador de crecimiento económico. Se trata de una evolución sustentable, integral y profundamente humana de la sociedad argentina. No podemos seguir esperando con la excusa de que hay temas más importantes para esta etapa. La educación debe ser prioridad de la agenda pública. Claro que sería fundamental que el gobierno que va a asumir en poco tiempo tomara esta bandera, pero es la sociedad civil (somos nosotros) la que debe luchar para ubicar la educación de calidad como la máxima prioridad y contribuir a la elaboración de políticas de Estado basadas en el conocimiento. Una sociedad civil comprometida con la educación pública de calidad puede lograrlo.
Hoy estamos viviendo en la Argentina más de tres décadas de una democracia plena. Con sus defectos, pero plena. Esto es algo por lo que muchos compatriotas lucharon y debemos sentirnos orgullosos. La sociedad argentina es la responsable de haberla conseguido y debe ser su principal guardiana. Y así como a comienzos de la década del 80 conseguimos la democracia, hoy debemos exigir y lograr una sociedad basada en el conocimiento que nos permita de una vez por todas no vivir por debajo de nuestras posibilidades.
Para esto no debemos ser mezquinos ni tener una visión de corto plazo ya que ese futuro próspero quizás no lo vayamos a ver. Eso no es importante. No es por ver el fruto que el fruto llegará, sino por la responsabilidad cotidiana de arar la tierra, plantar la semilla y cuidar que esos brotes no se sequen, no se quemen, no se ahoguen. La revolución del conocimiento es la revolución imprescindible de la Argentina. Una revolución de la que debemos ser protagonistas.